José Manuel Vidal Souto
José Manuel Vidal Souto (Ourense, 1948) €Vidal para los amigos€ tiene dos referencias topográficas originarias: Cabeza de Vaca, donde había unas cerezas casi tan buenas como las de Reza, y la calle de Santo Domingo donde vivía su familia: todavía su hermana Mari Carmen regenta allí una galería de arte. Creo, sin embargo, que no se siente demasiado de ninguno de los dos sitios. Los encuentros que, más o menos desde 1977 y con frecuencias diversas, hemos sostenido con cierta asiduidad, muestran un complejo itinerario en que logró ir habilitando espacios más suyos, adaptados a las sucesivas búsquedas, no sólo pictóricas sino también de desarrollo vital independiente. Como el viento y las fuerzas de la naturaleza, al menos por aquellos años, siempre me pareció más entonado y a gusto en el relativo apartamiento del campo que entre los aturdimientos urbanos.
Su pintura tiene, originariamente, una profunda relación con la sencillez y la ruralidad, una intencionada búsqueda de la esencialidad de la tierra fértil y nutricia de nuestras aldeas, desde los ojos de alguien ansioso de aprender, dispuesto a dejar a un lado los convencionalismos de urbanita y a concentrar su gran fuerza física en la delicadeza expresiva de los pinceles. Los sucesivos descubrimientos que, en ese terreno, ha ido haciendo con su arte, pueden seguirse, desde luego, recorriendo la geografía de sus productivas soledades en los diferentes lugares en que se fue asentando, siempre provisionalmente hasta que logró encontrar relativa tranquilidad en una aldea próxima a Leiro. La primera casa-estudio en que pude tratarle de verdad fue en Ferreiros (Coles). Preparaba entonces una exposición en que los asuntos centrales €un poco al estilo de Van Gogh, pero con trazo propio€ tenían mucho que ver con la ecología natural y cultural más autóctona que entraba literalmente por las ventanas. Tojos y retamas, piornos y acacias, con sus floraciones verdes y amarillas intensas, junto a sombreros de paja campesinos, iban inundando de color las telas. Como objeto único de atención, en un estilo entre impresionista y expresionista, con una factura pictórica densa €propicia al craquelado€ que acentuaba fuertemente el lado escultórico con que se le imponía aquella realidad absorbente. Por entonces, le quedaba tiempo y energía suficientes como para desarrollar ensayos con el volumen, que le permitía la labra de diversas rocas que poblaban el patio de aquella casa. Era un tratamiento más brutalista del objetivo en que había puesto la atención, porque sus acercamientos a la riqueza de formas que presenta la naturaleza venía de atrás. Recuerdo con gran placer un cuadro inconcluso €entre los pocos que poblaban las paredes de aquel “sobrado-estudio”€ en que la exuberante floración vegetal se metamorfoseaba en gallinas ponedoras, parejas que se cantaban su amor y escenas campesinas rudimentarias: todo en dos colores básicos muy cálidos, como si de una utopía saint-simoniana se tratara. Un planteamiento cercano conceptualmente a lo que el ingenuismo naíf de Henri Rousseau, “el aduanero”, había desarrollado antes de 1910.
Anteriormente, Vidal había tenido su casa-estudio en S. Vicente (Paderne). Era una casa parroquial, solitaria al lado de una iglesia, en un atrio abierto a una espléndida vista sobre el Val da Rabeda, desde su ángulo sudeste. El lugar, apartado de todo ruido que no fuera el de los árboles y los pájaros del monte cercano, fue propicio para combinar esa ambición de fidelidad a la naturaleza y, también, a problemas sociales de aquellos años. Plásticamente, se traducía en que hasta en las maternidades que hizo por entonces €un asunto muy reiterado por casi todos los pintores para mover el sentimiento de posibles admiradores-compradores€ se advertía una fuerte atención primordial a la arquitectura piramidal, compacta y segura, de la relación materno-filial, más que a la dulzura suave que suele regir estas composiciones. Fue en una de las fugaces visitas a aquella casa cuando descubrimos un ara romana dedicada a los “Lares viales”, de que luego se daría cuenta en el Boletín Auriense, del Museo Arqueológico de Ourense.
Otros espacios e historias quedaban ya atrás, como su estudio de la Praza do Ferro, por donde pasaron gentes del más atractivo saber y pintar ourensano, como Alexandro, Quessada, Blanco Amor…, Carlos Viejo. De allí, una noche de mayor iluminación contestataria salió volando un piano para producir un estrépito sonoro que todavía retumba en muchos oídos. Igualmente, había saboreado en Castromao €la Coelobriga de la Hispania Citerior romana€, su primer contacto con una ruralidad muy historiada por el amparo protector de los Coelerni, los prerromanos fundadores del castro €según aseguraría Rodríguez Colmenero, en su Galicia meridional romana (Universidad de Deusto, 1977). Allí tenía casa Santamaría, egregio creador de lugares gastronómicos de referencia en esos años como el Carroleiro y el Caracochas y, asimismo, de aquella Cabarquesa, tienda de la Plaza Mayor €en la esquina con las escaleras a Santa María Madre€, donde se podían adquirir buenísimas empanadas a precios razonables. El mecenazgo nutricio del hospitalario hostelero dio seguridad a Vidal, pero más importante fue, creo, la amistad con Ánxel Huete, algo mayor que él, más socializado e inclinado ya por entonces hacia las formas rebeldes de la abstracción. Con él había viajado a Berlín en 1971, ciudad ya entonces para el asombro y el descubrimiento, que le dotaría de la capacidad de riesgo y de la fuerza expresiva que siempre le acompañaría en adelante. Algunos Cristos que, a la vuelta, expuso en Ourense, resultaron censurables para la autoridad provincial del momento.
Pero no es esa toda la historia. Los primeros momentos de su acercamiento a la pintura €con quebranto de otros aprendizajes que no fueran los de la lectura y el cine€ se los debe al Xesta dibujante y al pintor Vidal Lombán, también ourensano. A esos aprendizajes pronto se sumó la búsqueda de libertad que sólo la distancia es capaz de proporcionar. Como muchos otros enamorados de la pintura, y muy joven todavía, en El Círculo de Bellas Artes, de Madrid, pudo ejercitar a fondo la calidad de su trazo pintando directamente del natural; al tiempo, el ingenio y las dificultades que generaba por entonces la voluntad de emanciparse le espabilaban la capacidad de observación. Y todavía acumuló otro estrato formativo al descubrir el colorismo brasileño a comienzos de los setenta: Río de Janeiro, Manaos y, especialmente, San Salvador de Bahía, en cuyo Museo da Grabura tuvo oportunidad de aprender una técnica que le proporcionaría bastantes satisfacciones. Como todo viaje iniciático, cargado de romanticismos varios, éste le dejaría profunda huella. No sólo volvería reiteradamente desde entonces a la tierra del sertao y la pobreza de mucha gente del pueblo, a sus músicas, asuntos y literatura €hasta tener allí una pequeña casa€, sino que, incluso ahora mismo es visible parte de esa atracción en la obra que sale de sus manos. Hace algunos años, casi todo lo que pintaba transpiraba constantemente aquel ambiente, aunque estuviera hablando de asuntos universales.
En los ochenta tuvo otro estudio urbano, en la calle de la Primavera, esquinero con la Praza de San Marcial, muy luminoso para lo que permiten las nieblas de la ciudad. Era un lugar alto, apto para pintar, charlar, trasnochar y fantasear con la bohemia, pelearse consigo mismo y crecer. Tanto que se le fue haciendo pequeño: necesitaba más aire y espacio, para dar cabida a la soledad consigo mismo y a cuadros cada vez más grandes en los que volcar sus ansiedades y hallazgos. Acabó encontrando un pequeño pueblo semiabanadonado, cerca de Leiro, algo encaramado sobre sus magníficos viñedos, próximo a donde Graham Green pasó buenos ratos en sus últimos años, como deja traslucir en Monseñor Quijote (Edhasa, 1982). Allí rehabilitó €además de acomodar muchos de sus objetos de memoria predilectos: fósiles, mobiliario pop, Hollivood cinematográfico…€ un amplio espacio de trabajo muy propio de un marinero en tierra con ojos de niño. El añil y los recuerdos marinos son omnipresentes. Vigilan que la combinación creativa fluya cada vez con mayor libertad y capacidad de síntesis, en mezclas cada vez más complejas e inseparables y aparentemente contradictorias: abstracción y narratividad, delicadeza y brutalismo matérico; con temáticas siempre próximas a las grandes cuestiones que nos obsesionan a todos. Los gatos y los personajes más desvalidos de la zona están encantados y protegidos con la actividad de Vidal en el pueblo. Rosiña, su compañera, también. Aunque nadie sabe si será éste su puerto definitivo. Sueña en el vuelo, como muchos de los personajes que, al modo de Marc Chagall, pueblan sus poderosas pinturas. Y su carta de navegación apunta a que en algún lugar hay acordeones y saxos creadores de texturas sinestésicas, tan embrujadoras como las sirenas que quisieron atrapar a Ulises en su regreso a Ítaca.
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