Guillermo Aymerich
La obra de Guillermo Aymerich (Santiago de Compostela, 1964) se nos presenta como una especie de memoria de viaje, como un cúmulo de encuentros producto de una búsqueda azarosa que se apoya en la naturaleza, ya sea ésta culturizada o más propiamente libre, para configurar atmósferas pictóricas desde la fotografía, el vídeo o la misma pintura. Sus trabajos obedecen a momentos, por eso gozan de distintas temperaturas o variaciones al modo de un Monet, aunque, lejos de lo que pueda parecer, aquellos destellos irrepetibles eran producto de un cálculo medido a partir de etapas, como en una cadena de montaje. Aymerich también es un pintor de variaciones: meteorológicas, bélicas, cromáticas… En cierto modo, hablamos de una pintura documento, que no sólo enmarca sino que contiene; una pintura soporte de experiencias y paradigma analítico de distintas geografías culturales que nacen de su propio viaje vital, del tiempo narrativo que surge al intensificar el momento, el acontecimiento.
Él mismo explica que el arte es una forma de conocimiento donde no todo está reglado ni con pautas, sino que se mezclan a partes iguales lo reflexivo y lo intuitivo con lo resultón y la pasión, dando lugar a una obra singular y peculiar, que precisa y diagnostica sus señas de identidad.
“También es una táctica rentable para que me recuerden. En China, cada vez que digo mi nombre y lo deletreo se vuelven locos”, señala.
Es gallego de nacimiento y también de corazón: “Allá por donde voy conocen nuestra ‘terriña’, les hablo de Galicia”, ilustra feliz.
Guillermo tiene un alias, ‘Carallo’, por el que lo reconocen en el confín más remoto de la tierra, y este sobrenombre, si uno se atiene a la transcripción fonética de dos o tres caracteres de la grafía china, ‘Ou-ka-la’, significa “tarjeta empapada de picante”.
“Hay cosas que cuadran y otras que hacemos cuadrar”, expone.
Coincidencia o no, obra del azar o del simple destino, lo cierto es que los viajes empezaron a formar parte fundamental e imprescindible de la vida de Guillermo Aymerich, y lo llevaron a trazar un plan singular: hacer un estudio del lugar y aplicar un método único a sitios dispares que ofrecen cualidades diferentes, obteniendo un resultado distinto y señero que refleja en su libro, ‘Un método para pensar un lugar’.
Cada una de sus obras, variopintas entre sí, no tienen un vínculo estilístico determinante, un factor que ayuda, explica Aymerich, “a alejar el aburrimiento”.
“Producir cuadros como chorizos está muy bien, es un producto gallego, pero para hacer chorizos, no para hacer arte”, confiesa con esa ironía que lo caracteriza.
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